jueves, 13 de febrero de 2014


Bajábamos a Andalucía desde el noventa y dos. Nunca viajábamos de la misma manera, aunque sí siempre en la misma época.  A veces mi abuelo contrataba un taxi desde Sants, a veces volábamos- y yo siempre pensé que eso era magia. En otras ocasiones ( puedo decir que las más numerosas) pseudo-dormíamos en trenes litera aunque qué niña de ocho años podría dormir con el incesante traqueteo del tren y la embriagadora luz de la luna que se colaba entre las rejas de las ventanillas, una luz plateada que nos atrevíamos ya por entonces a beber sorbo a sorbo.
A las 7 de la mañana ya estábamos en Jaén, y lo sabíamos más que por el silencio por el amargo aroma de los campos de olivos.
Una vez allí, deshecha la maleta y hecha yo a la idea de que mi hogar sería por unos meses aquella pequeña casita encalada, dejaba de ser. Simplemente enfermaba de salvajismo. Se quedaban en Barcelona las preocupaciones cotidianas,  los zapatos, las ganas de enjabonarme bien el pelo.
A cambio recibía la hierbabuena del huerto del señor Manolo, el olor de la caja de dominó de mi abuelo, las partidas de futbolín del bar Cano, las cerezas como pendientes del señor Custodio ( tomé la costumbre de llamar "señor" a todo aquel varón de más de 20 años), las cenas en aquel rincón del mundo donde gobernaba el gazpacho de mi abuela, las sillas de plástico y los abanicos, el sonido de los grillos detrás de los matojos que crecían sin atender a los límites del cemento.