Fabulemos
alargando este soneto errante en el que somos dos. Menuda monstruosidad de individualismo
te oirán teorizar tus vecinos del café y el asfalto, mi hermosa practicante de
ojos cerrados. En cambio, yo hay palabras que no digo porque me vienen grandes.
Puede que mañana sea un lastre considerar un himno ese tarareito tuyo con el
que inundas la tarde. O ese reflejo en la ventana de tus manos algo exhaustas de
tanto purificar la fruta y de ese recogido de dos segundos con el que el pelo
se afina en la más cómoda de las posturas. Es innegable que tu soplido refresca
el aire pero viene a veces demasiado cargado de excusas y de méritos. Repleto
tu vuelo de nombres que en realidad solo delimitan. Tu libertad rococó tiende a
eso a lo que tú siempre te acoges cuando una burbuja de lágrimas te estalla en
la garganta.
Cuan diferente sería
si no pusiéramos nombre a por ejemplo cogerse de la mano, a acercar los dedos a
la piel en una caricia extranjera. Ese sentir, oculto
entre mil capas y varias conspiraciones, es una luz minúscula no apta para
ignorantes ilustres.
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