Qué
lento el fluir de los días hasta mi futuro, que empieza de nuevo y se vuelca en
una reverberación infinita de pasados. Qué es sino el invierno, que llega y dice
no vengas que ya voy yo. Y se le ocurre traer en vez de champán y flores, pequeñas
luces para decorar miserias, alguna mano que revuelve los botones de una caja
de galletas y nieve virgen para inventar narices de zanahoria y envejecer unos
guantes rojos.
Sin
embargo, debe existir aquel lugar, aquella
primavera. Debe existir aquí en el frío, aquel mechón de pelo que trasquila
soles, sueños, letargias. Alguien ha debido guardar para este exilio algunos
condicionales que se cumplan, hojas que moquean lluvia, pieles salinas tendidas
sobre la arena como un homenaje al mar. Alguien se habrá acordado del sushi en los platos, de la hojarasca en las veredas, de los versos
para decir lo indecible y de aquellas cerezas para decorar de oídas la
perdición de una tarde que cuelga los pies en el muelle.
En
el intermedio de ese humo de pipa que entela de melancolía los cristales,
tienen que ascender otra vez las cometas de Delhi como una mándala gigante
cubriendo el cielo de posibles, es necesario que el presente asuma toda esa
belleza y la adapte y nos resguarde del pasado, para que venga y no vuelva
jamás aquel quizás, para que no regresen los tus sin claveles en la boca, y
sangre azul de viajera y el resultado aritmético de la libertad que te di cuando al fin marché de ti para siempre.
Diremos adiós invierno con los brazos extendidos. Mejor no traspases el umbral si no vienes con aquella luz última robada de las copas de los árboles, sin la fragancia de las eras, de los eras. No entres sin la promesa de un largo trayecto solo de ida para que sea yo quien escriba y
no la mitad que dejaste.
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