Eran las 00:33 minutos de un domingo fosforescente y digo “fosforescente”
porque hay cuando llueve una luminiscencia química que parece acabar con el
recuerdo disonante del verano. Ma non, no confundás, el verano es bello, lo es
por varios motivos o uno solo. El verano es bello porque, principalmente, es vos en mi vida. De acuerdo, también es
ese “supimos desde el primer día”, es vos y las veredas gris clarito, y las
caracolas negras de las farolas del paseo, y las palomas que casi siempre son
horribles menos cuando vuelan en las plazas y huele, precisamente porque es
verano, a cáscara de pipa y plástico de globo. Después de pensar en la palabra
fosforescente esto acaba. Y con "esto" me refiero a la picardía sobre los pareos, al recuerdo selectivo del estío que recién termina. Ahora me queda mirar desde aquí la lluvia y sentir al
mundo todo hecho de papel, entonces porqué no estremecerse por ese “deshacer” tan oportuno y perdoná la bufonería pero quién
pudiera algunas veces deshacerse con la lluvia.
En absoluto me disgusta que se marche el caradurismo del
verano. Es bello sí pero septiembre llega con su habitual inocencia y nos
permite restituir, al fin, lo verdadero. Septiembre es el renacimiento de los
melancólicos. En septiembre el mar ya no es más que un poso de tristeza al que
acudir con un perro o un buen libro. Y eso me gusta. En
septiembre nos podemos permitir los
arrorós bajo las mantas, los pies fríos, la calceta, los cafés volcánicos, los
documentales de gorilas y los lapiceros en tazas de chocolate.
Y si quiero no le escribo un final. Te girás, te llevás la manta, me acariciás el muslo derecho. Y ya no hay ventana, ni lluvia, ni septiembre. Solo el porqué protagonista de la belleza del verano.
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