lunes, 9 de julio de 2012






Una tenaz coincidencia ha aparcado las macetas de la terraza en mi ventana. La señora de la casa ha decidido que sea yo quien las cuide mientras la vida en la planta baja acontece con una suerte de gran bola de cristal que alguien voltea, espero que no seas tú, agitadora de mundos oníricos donde la purpurina puede ser la nieve en los tejados diminutos. Mira bien que los figurantes tenemos pegados al suelo los zapatos y se nos llena la cabeza y las ideas de ese polvo asmático que escupen con indiferencia las paredes antes de que un pincel las cubra y las atrape por siempre con su líquido arrumaco.
Sin moverme de este rincón, ahora ocupado por mi selvática compañía, contemplo el jazmín andaluz. Lo veo trepar por las luces naranjas, como una enredadera de olvidos o una calle de Sevilla, pero en mi delirio no sé distinguir si esa oscura franja del horizonte que se despliega ante mis ojos es un monte rocoso, una tristeza del cielo o un puerto donde vibran las astas de cuarenta barcos.
El galán de noche me conmueve justo cuando agacha la cabeza  en una respetuosa curva, reverencia verdosa a la ciudad que permanece ajena a tantos honores. Me pregunto que punto de color eres de entre toda esa muchedumbre que persevera en la nocturnidad cosmopolita de Barcelona. Ojalá tuvieras un minuto, entre sorbo y sorbo, entre palabra y palabra, entre carcajada y humo y caricia y desvarío, uno solo para reverenciar conmigo la delgada fragilidad con la que junta  sus dedos arbóreos, un minuto para presenciar la suma minuciosidad con la que susurra un haiku de aire al oído de las barandillas.
 Al pequeño rosal, en cambio, me angustia verlo menos grave. Acostumbrada a esa solemnidad rojiza con la que viste normalmente las habitaciones de los hoteles, las casas en los aniversarios, las manos ceniza de los pakistaníes, el empeine o los dientes de una bailarina. Parece que alguno de sus brotes expira en un suave último aliento…si estuviera aquí Edit Piaf despertarían de nuevo centenares de miles de pétalos y no haría falta este desvelo, este vagabundeo noctámbulo que concentra en sus contornos vegetales mi energía.  Con la media luna de testigo y la nostalgia propia de las dos y veinte de un martes, asumo la temprana muerte de la flor. 

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