Era la madrugada del domingo, no podía dormir, hinchado mi
insomnio por el recuerdo de un viernes de junio en el que reímos a carcajadas
después de hacer el amor. En la nevera quedan aún chocolatinas suizas, zumos de
piña y uva. Me hago una pequeña trinchera de víveres innecesarios, te pienso
con tanta fuerza que me estallan los dedos. Tras la voz de Drexler llegan
centrífugas imágenes en tu casa. Allí nos tienes tratando de hacer útil el sacacorchos,
bailando una lenta cerca del fregadero, llenando de espuma la bañera, de gritos
el techo, las cortinas. No puedo dormir, por eso me siento delante de la ventana. Tiene
una mano de madera llenita de surcos en los que puedo leerle el pasado. Tantas veces he anulado mi descanso para ser
un cuervo de la noche, un ave de paso en el jardín más oscuro. Descubro tras
sus huecos algún otro transeúnte noctámbulo con la luz encendida y los sueños
apagados. Qué estarán haciendo mis hermanos de la noche. Qué estarás soñando
tú, con tus pequeños párpados que laten intranquilos, mariposas en su último
expirar que cambian los designios de las olas, las uñas de la luna.
No se puede curar el insomnio pero sí la inapetencia. Y
joder cómo me apeteces. Me he deshecho de esa lucidez terrible del que se sabe
solo y he vuelto a cantar mientras friego los platos.
Vuelvo a tener miedo. Y eso es sano.
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