Embriagada por los aforismos ferlosianos,
emerjo a una superficie más azul.
Lejos ya de aquella cueva oscura
donde me dejaba proyectar como una sombra china
sobre una tela impermeable.
Aproximándome ya a un punto
en el que dejo a su suerte
al menos durante lo que dure el poema
ese amorío enfermizo,
fruto perenne solamente en mis ramas.
Vamos a hablar,
Rafael, Walt, Mario
de esa red de peces ocre
que curva las cortezas,
que tiñe de matices la noche.
De esas hojas como manos
que acarician el pelo de algún dios indivisible
de esas motas de clorofila extinta
que al fin y al cabo
llena de ayeres otoñales
la frágil memoria del invierno.
Y quedémonos aquí
Rafael, Walt, Mario
en el centro de ese dátil de luz
redondez lanzada al fondo de un estanque sin estrellas
restemos en el núcleo mismo de esa boya plateada
que inmóvil socorre
la lenta desolación de ese mar
todavía más inmenso
la lenta desolación de ese mar
todavía más inmenso
que alguien sin querer
se atrevió a llamar cielo.
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