Puedo ser quien quieras. La palabra exacta. El muro saltable. A veces creo que no te importa demasiado, que aceptas que mi bol de fresas contenga un ochenta por ciento de nata, que mi jersey huela a mí (aunque sin querer se te suba al labio una mueca indescifrable), que los gorros me queden mejor o que al mover la comida para enfriarla el movimiento de mi mano sea ortopédico. Lo aceptas, desde luego. Sin embargo yo no te acepto, no. ¿Cómo iba a hacerlo? Yo te idolatro de una forma enfermiza y hago un mundo del como te llevas de un bocado media tostada, como te recoges el pelo y algunos mechones escapan y se refugian en tus sienes como una pincelada naif. Un mundo de como la belleza o la lluvia le sientan a tu carne y como lo olvidas y lloras y yo hago un mundo de nuevo de una sola de tus lágrimas.
Mientras tanto el universo persistente me bombardea con sus informaciones sobre los menos de dos segundos que tarda la luz en llegar a la tierra o me descubre la movida madrileña posmoderna, los contenedores incendiados y los gritos, los colores del invierno cuando se cree primavera, las migas que deja el hojaldre, el silencio puro entonado largamente. No es que no me importe, en realidad al pensarlo me sube sin querer al labio una mueca indescifrable. Entonces pienso y si…
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