Tienes la deliciosa manía de llevar las cejas despeinadas. Yo me doy cuenta al instante y deshago esa minúscula maraña a golpecitos con los pulgares. A juzgar por tu sonrisa, también te hace cierta gracia que sea solo yo quien descubra estos nimios secretos cotidianos. En realidad, empiezo a creer que los dejas adrede para que yo los encuentre y tú los puedas volver a esconder, eso sí dándome pistas como cuando recuestas la cabeza en mi hombro o como cuando haces pequeñas pausas tras alguna mentira piadosa que dejas caer, como un tenedor sobre un parquet, para no tener que admitir ciertas verdades.
Así, jugueteando, nos pasamos media vida: tú venga a tirar migas de pan y yo venga a observar los caminos en los que parece (si tenemos suerte y el día es claro) que las sombras de los árboles apunten con sus índices rasposos tu dulce rastro de almíbar.
De nada te servirá mirar a ambos lados antes de mojar cualquier dulce en leche, ni creer que no te he visto cuando duermes en la cuchara una pastillita de chocolate y la ahogas durante varios segundos con el café o cuando apoyas en el borde de tu boca el bote de nata y perpetras el delito perfecto de no ser por la motita blanca de la barbilla. De nada servirá mover los dedos cuando me enseñas tus uñas recién pintadas, siempre descubriré esa huella diminuta, ese pisotón mal dado por el pintauñas en el margen carnoso que te junta con el aire.
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