La tierra. Los pies que se hunden en el espacio mullido entre dos raíces. Pero no es preciso visitar el mundo de las ideas para sentir que pertenecemos al mundo de las cosas. Amo el mundo de las cosas. El de las rosas y espinas y no el de la idea de rosa perfecta. Al fin y al cabo todo se reduce a un domingo a las doce y veinte cuando se ha hecho demasiado tarde como para iniciarme en la lectura de un libro o cuando es demasiado temprano como para saldar cuentas con la noche.
La ventana abre su hocico de aluminio y me enseña como a una Gala cualquiera el rumor marinero de una ciudad casi dormida. Cuatro ruedas que giran, cuatro labios que se besan en el borde de una acera. Tejen los arácnidos nocturnos alambres sobre los que caerá la ropa, las sábanas de amantes imperfectos que brincan extasiados de deseo e imperfección.
¿Dónde está tu amor, Platón? No existe.
La mañana vendrá plagada de miserias, de árboles inclinados por un desaire del aire, de olor a mugre, de trozos de cristales de botellas que no trasportaron mensajes. Y yo amo al ojo por ser ojo, al azahar por ser azahar, a los cercos de luz sobre este fondo oscuro, al latir del corazón ámbar de un semáforo inexacto. Me importa un rábano que haya un reflejo más puro, un ser idóneo capaz de completar toda esta usura descarada de lo lleno. Amo toda esta nada que me dejas, el eco que reitera: la tierra. Los pies se hunden en el espacio mullido entre dos raíces...
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