viernes, 27 de abril de 2012
Ojalá no tuviera que fingir que no te quiero. No tendría que estar obligada a asumir que las calles son la distancia entre las casas, la separación discontinua de dos rieles civiles pisados por infinitos centinelas neumáticos. Ojalá no tuviera que fingir que no te quiero. No tendría que conformarme con el “cómo huele a colonia” sustituto del real “te huele el pelo a bizcocho”. No pasaría inadvertido ese circulito blanco que temblequea en tu pupila. No hablaría tanto de poesía, porque tenerte es un ideal más elevado que cualquier palabra en vertical. Entonces hablaría de ti y cómo le sientas a las calles que serían segurísimo amalgamas de susurros, pequeños brotes de piel con zapatos. Ojalá no tuviera que fingir que no te quiero. Fijaría mi mirada en la luz roja del semáforo y no recordaría el rojo de tus labios y como los vuelcas para que te beba la boca de otro. Serían míos pero no te lo diría nunca, jamás pronunciaría posesivos ni mitades. Ojalá no tuviera que fingir que no te quiero. Las flores no serían el pueril invento de la lluvia para cubrir de colores estas grises visiones mías de un mundo antes del cine y las palomitas, antes de que ningún hombre hiciera preguntas a ningún dios.
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