Las carpas se han comido las palabras. Cuesta un poco creer que prefieran desnudar el silencio y salpicarlo con su grácil elemento acuoso sobre ese ajedrez ya sin pies, ni mochilas, sin reinas cabizbajas ni profanaciones al sagrado magnetismo de la literatura. Como yo, el cielo se ha creído ese silencio y agacha su cabeza nubilosa, parece cansado de zurcir horas de luz pudiendo agazaparse en la noche como un niño. Quizás para equilibrar las cosas me vuelvo funámbula de esa oscuridad reciente, viuda en ese velatorio de sombras y cortezas. Entonces me apoyo en mi pequeño altar de arcuaciones que se repiten con el mismo tesón que la eternidad de la piedra. Varias curvas después poseo los misterios de la tarde. Tiene rostro ya quien susurraba versos lorquianos recostándolos en mis plegarias como el pajarillo que se nutre de los dientes de un cocodrilo. Entiendo de espirales concéntricas de estanque, de zapatos blancos y fregonas, de manos que enganchan carteles en el muro, de sorbitos de café de 60 céntimos, de bolsos de piel sintética que no engañan a nadie.
Luego te veo pasar sin mirarme, ajena a un altar que no incluye ni cirios ni certezas con las que asegurar tus límites. Debe ser por eso que no me has visto con las manos bien juntas, confiando mi cuerpo a mis rodillas y mi alma a tu forma de andar sin mirarme.
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