viernes, 5 de abril de 2013

La ciudad te acoge con sus altibajos naranjas, con su boca felina pronta a absorber la árida fragilidad del desierto. Mira, tú que puedes, a los tejados hilvanar los azules del cielo.
Libera endorfina.

La luz ha aprendido a sacudirse el polvo.
Y el vértigo, ese vértigo que va siempre unido a mi nombre, consigue atravesarte despacio, atravesar el espacio, aferrarse a tu estómago un minuto.
Tiembla conmigo, solitaria en esa cama para dos, cuando todo lo demás se apague. Antes de que la calma me fulmine de tu memoria, antes de que la vida victoriosa abra la noche entre los surcos del día.
Para cuando regreses a ese rincón entre los lunares de su espalda y los de tus manos, todas las estrellas te estarán observando. Y no envidiaré a nadie. O quizás a esos malditos astros que te ven dormir, a ti, su guía de ojos grises, en ese lado del mundo.


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